REMINISCENCIAS DE UN AMOR
Reinaba el silencio, la oscuridad acariciaba mi cuerpo, sentí miedo, un miedo que sacudía todo mi ser. No quería imaginarme que pasaría al día siguiente cuando regrese a casa, y no encuentre a la mujer que tanto amaba. La ansiedad me confundía, no sabía como iba a reaccionar cuando contemple las ruinas del pueblo, lo había dejado, hundido en las entrañas de las montañas, al norte de la capital de Nariño, para muchos, era una leyenda, las balas asesinas y la imprudencia de militares y grupos al margen de la ley habían borrado del mapa la inocencia de sus habitantes.
La noche avanzaba con sus pasos vertiginosos mientras tanto, decidí a atravesar el rio, las piernas me temblaban, sentí los pelos de punta, la turbulencia de las negras aguas me hizo desistir, no fui capaz de colocar un solo pie en sus resbaladizas piedras, no quería caer en esas aguas que a su paso arrastraban residuos de basuras en descomposición, mezclados con olores fétidos de cadáveres que bajaban como truchas mutiladas por el cansancio de vivir, ese fuerte olor a cuero podrido molestaba mi olfato, sentí unas náuseas infatigables que debilitan mi cuerpo, sin embargo tomé valor y proseguí la marcha.
En medio de la oscuridad, con la tenue luz de una vieja linterna, decidí avanzar por la orilla, el susurro de los árboles y el grito de las aguas sacudían mi cuerpo, poco a poco el olor de agua podrida se desvanecía como la noche en el silencio. Después de caminar, en medio de la oscuridad abatido por el cansancio y el hambre, sin darme cuenta llegué hasta el jardín de la casa, la cual veinte días atrás abandoné en contra de mi voluntad, evadiendo la crudeza de la violencia que azotaba las montañas de mi país, donde reina la soledad y la tristeza. Sin detenerme, apresuré el paso, exploré sus alrededores con la vaga luz de mi linterna, no lo dudé, di dos o tres golpes, nadie respondía, cuando estaba a punto de desistir, en medio de la oscuridad escuché una voz apagada por el miedo. -¿Quién es…? Un tétrico silencio sacudió mi ser, detuve la respiración. -¡Evelin, soy yo tu esposo Alberto!, he regresado por ti. Evelin, abrió la puerta, no pudo resistir su emoción, me abrazó con todas sus fuerzas.
_¡Mi amor, que felicidad saber que tu eres el único sobreviviente de todos los que llevaron a la protesta!, -pensé que habías muerto en medio del tiroteo, -no sabes el dolor que me causó tu ausencia. Con la voz cortada por la fatiga, la estreché entre mis brazos, un sudor frío recorría mi espalda, mis labios se fundieron en la magia de sus besos, la fuerza del amor inundó su alma, lloramos como dos niños perdidos en la selva, no sabíamos si era de felicidad o tristeza, eran sentimientos encontrados fundidos en el sabor de la esperanza.
Después del efusivo encuentro, tomé sus manos nacaradas y ajadas por el tiempo, no comprendía lo que mis ojos contemplaban, estaba confundido no me explicaba por que la mujer que tanto amaba ya no era la misma, algo había cambiado, su rostro enmohecido, sus ojos oscurecidos parpadeaban como dos luceros en la distancia, sus labios marchitos se ahogaron en medio del silencio casi sepulcral. Fije la mirada en su rostro, - Evelin por favor dime ¿qué es lo que ha pasado? -Alberto, no enlutes estos instantes de felicidad, mejor siéntate y escúchame, el tiempo es ineluctable hace estragos en nuestros cuerpos, acuérdate, ya han pasado cincuenta y cinco años, ya no soy la quinceañera que tu conociste. -¿Cómo así, entonces cuantos años tengo? -Amor, dentro de diez días cumples setenta y cinco años.
Una angustia se apoderó nuevamente de mí, la felicidad fue tan efímera, que sentí ganas de llorar, no lo podía creer. ¿Por qué tenía que pasarme eso a mí, precisamente cuando había encontrado la luz de mi existencia? Todo se desvaneció ante mis ojos, jamás había sentido el peso de la vejez, no quería aceptar la realidad, hoy más que nunca sentí las horas desvanecidas en las páginas del tiempo. Evelin, lanzó un suspiro que brotó desde lo más profundo de su corazón, ¡Amor, aprovechemos el tiempo que nos queda y disfrutemos del esplendor que aún nos ofrece la vida!... Nos contemplamos por unos segundos, juntamos nuestros cuerpos y decidimos ahogar las tristezas en las riveras del pasado. Las horas pasaron de largo, pronto los albores del amanecer se fueron introduciendo como cuchillos por el techo de la casa.
El trinar de los jilgueros, gorriones, chiguacos, mirlos, tórtolas y turpiales armonizaban el nacimiento de la mañana, contemplé en silencio aquella pieza, cuarteada por el impacto de las metralletas y los cilindros lanzados por los insurgentes. Mi esposa ocultaba con su mirada la pobreza del rancho, que se caía a pedazos, las paredes forradas con periódicos y revistas cuyas letras se desvanecían en aquel espacio lleno de vacios, no quisiera mencionar el chillido atolondrado de las ratas que se disputaban un viejo zapato, un olor parecido al de los cadáveres de la quebrada llegó a mi nariz, no quise ser imprudente; y me dirigí a la cocina. El hollín enchapaba el techo y las pocas ollas que quedaban, algunas con agujeros provocados por balas de nueve milímetros.
La tulpa estaba fría, el rescoldo convivía tristemente con una olla vacía, en verdad no había nada que comer; por un instante pensé poner fin a mi existencia, cerré los ojos haber si encontraba una solución, entonces recordé que en mi mochila guardaba un pedazo de panela con una libra de harina, no era gran cosa pero serviría para engañar el hambre que empezaba a destrozar las tripas de dos seres que años atrás sólo se alimentaban del néctar del amor, así fue como comprendí que la nostalgia no era más que una gota de felicidad ahogada en el olvido.
Me arremangué los puños de la camisa, atizoné la tulpa levantando una nube de ceniza, prendí la leña para hervir el agua con el pedazo de panela que aduras penas la endulzaba, con la harina hice las arepas para tostarlas en la callana, volví a sentir la alegría del reencuentro con mi esposa, pero ella ni siquiera movía, sus ojos, sentada en el rincón como una estatua. Con tono irónico le pregunte: _ ¿En qué piensas? El eco de mis palabras se desvaneció en sus oídos. Un leve suspiro salió desde sus labios, casi agónica me dijo:
¡Adiós, vida de mi vida, así se sufre cuando se ama, fue tan grande nuestro amor que desvanecimos la edad de nuestros cuerpos al sepultar el pasado en el ayer, te esperé lo necesario sólo para decirte ¡adiós!
Un grito estridente retumbó dentro del rancho, -¡No me dejes! Le dije desesperado.
Cuando desperté, Evelin, la única mujer que había sido capaz de amarme había muerto reclinada en mi regazo. Han pasado doce años desde aquel día que la muerte resquebrajó su belleza y tornándose imposible borrar de mi memoria los murmullos de su voz, azotado por la soledad, espero ansioso la tenebrosa muerte, que rehúye ante el dolor que me acompaña. ¡Jamás pude entender por que el amor nunca volvió a tocar los umbrales de mi corazón!
Magister. Carlos Alberto Villota Moreno